Tras la creencia llega la evidencia, o al menos un amago de esta. Los seres humanos tenemos dos vías para dar sentido a la información nueva: podemos realizar un razonamiento lógico, tarea que implica gran esfuerzo cognitivo, o recurrir a heurísticos, pequeños atajos que nos permiten sacar conclusiones más deprisa porque hacemos criba de la información «irrelevante».
Ciertas experiencias requieren de una actuación rápida; por ejemplo, al adentrarnos en una casa abandonada podemos escuchar un ruido, pero la acuciante sensación de peligro nos exige reaccionar con celeridad ante lo que acabamos de oír. Aplicar el razonamiento lógico en este caso supondría analizar cada rincón del lugar hasta dar con la fuente del sonido.
En cambio, los heurísticos nos llevan a sacar conclusiones más precipitadas, algo útil cuando tenemos prisa o estamos en peligro. Es ahí cuando aparecen las creencias paranormales, aunque lo ideal psicológicamente hablando es que, pasado un rato –o cuando recobramos el aliento tras el susto–, apliquemos el razonamiento lógico para explicar lo que hemos vivido. El problema es que no todo el mundo es capaz de realizar esta tarea, tal y como descubrió el psicólogo Gordon Pennycook en un estudio.
Al pensamiento intuitivo estudiado por Pennycook se suman otros factores, por ejemplo, el estado fisiológico en el que se encuentra la persona y la ambigüedad estimular. No es casualidad que la mayoría de sucesos paranormales tengan lugar de noche: la somnolencia y la fatiga se suman a la oscuridad dando pie a una ilusión tan común como el sentido de presencia –sensación de que estás acompañado por alguien o algo no visible–.
También son un antídoto contra la tanatofobia o miedo a la muerte: evitamos pensar que algún día no estaremos y que, independientemente de la religión que profesemos, lo que suceda después de morir es incierto. Sin embargo, cuando alguien cercano fallece, esa duda se instaura en nuestro cerebro como un virus y la sensación de presencia surge como una puerta con un letrero en el que pone «quizá ese no es el final».
Es fácil aferrarnos a cualquier explicación científica cuando las historias para no dormir son relatadas por otro del mismo modo que nos asustamos –pero no mucho– al ver una película de terror basada en hechos reales. La lógica se tambalea al convertirnos en protagonistas de lo paranormal y es que, como dijo H. P. Lovecraft, «la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido».
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